Jawf y Jashya (Temor y Veneración)
En el sufismo, jawf (temor, miedo) implica abstenerse, no sólo de todo lo que está prohibido, sino también de las acciones que se aconseja evitar. Significa también, en cuanto a opuesto de esperanza o expectativa, que el viajero en el camino hacia la Verdad Absoluta no se siente seguro ante la desviación y, en consecuencia, teme merecer el castigo Divino en la Otra Vida. Impide también que el viajero cometa acciones o haga declaraciones incompatibles con la Shari’a o que insinúen petulancia y elogio de sí mismo.
Según Al-Qushayri, el temor es un sentimiento que existe en las profundidades del corazón, que obliga al viajero del camino espiritual a contenerse y apartarse de todo lo que pueda desagradar a Dios.[1] En este sentido, el temor pertenece al futuro. El temor surge del recelo a verse sometido a algo desagradable o del malestar por no obtener algo que se desea. Así, vemos que el temor pertenece al futuro. En muchos versículos, el Corán habla de las consecuencias futuras de los actos cometidos y trata de establecer un mundo que implique el futuro, un escenario en el que sea posible discernir dicho futuro con sus elementos buenos y malos.
Cuando trata de infundir temor en el corazón de sus seguidores, temor relacionado con su final, con el hecho de si morirán o no como musulmanes creyentes, el Corán les aconseja que sean firmes en su creencia y práctica del Islam. Muchos versículos hacen que los corazones se estremezcan de miedo y son como hebras con las que tejer el encaje de la vida. Por ejemplo: «Algo les hará frente proveniente de Dios, con lo cual nunca contaron» (39: 47). Y «Di: “¿Queréis que os informemos sobre quiénes son los grandes perdedores respecto a sus obras? Aquellos cuyo esfuerzo ha sido en vano en este mundo (porque fue dirigido solamente a fines mundanos por lo que también será inútil en el Más Allá) mas ellos mismos consideraban que estaban haciendo el bien”» (18: 103-4). ¡Qué felices y prósperos son los que tejen los «encajes» de sus vidas con estas «hebras»! Con estas advertencias, el Corán nos orienta hacia la Otra Vida y nos anima a que le demos más importancia que a ninguna otra cosa.
En Su Lenguaje luminoso, Dios Todopoderoso utiliza el temor como un látigo que nos obliga a ir hacia Su Presencia y nos honra con Su compañía. Del mismo modo que una madre amonesta a su hijo atrayéndolo hacia sus brazos cálidos y afectuosos, este látigo atrae al creyente hacia las profundidades de la Misericordia Divina y lo enriquece con las bendiciones y favores de Dios; bendiciones y favores que Él obliga a recibir a la humanidad y que provienen de Su Misericordia y Benevolencia. Por este motivo, y a pesar de que cada decreto y mandato mencionado en el Corán, e impuesto al género humano, causen alarma y parezcan amenazas, se originan de hecho en la Misericordia Divina y ennoblecen a las almas.
El que tiene el corazón lleno de temor y sobrecogimiento ante el Todopoderoso está a salvo del miedo inútil y sofocante que producen los demás. En Su Lenguaje luminoso y dador de esperanza, el Todopoderoso dice a la gente que no tema a nada ni a nadie que no sea Él: «Mas no les temáis, sino temedme a Mí, si sois (verdaderos) creyentes» (3: 175); exhorta a no sufrir fobias infundadas: «…y temedme sólo de Mí» (2: 40). Y: «Temen a su Señor que está por encima de ellos, y hacen lo que se les ordena» (16: 50); y alaba a los corazones que Le temen sólo a Él: « Sus costados abandonan sus camas por la noche, llamando a su Señor temiendo (por Su castigo) y esperando (Su perdón, tolerancia, y complacencia)» (32: 16).
El Corán alaba a estos creyentes porque, aquellos que disponen sus vidas basándose en el temor a Dios, utilizan su voluntad con sumo cuidado y tratan de evitar las transgresiones. Estas almas sensibles y cautelosas vuelan por los cielos de la complacencia y del beneplácito de Dios. Las palabras que siguen a continuación, de ‘Abdu’r-Rahman ibn ‘Ahmad al-Yami‘[2], autor de Luyya, son muy apropiadas:
Si temes la ira de Dios sé firme en la religión,
Pues el árbol se aferra a la tierra con sus raíces para defenderse de las tormentas más violentas.
El grado más bajo del temor es el que exige la creencia: «Mas no les temáis, sino temedme a Mí, si sois (verdaderos) creyentes» (3: 175). Un grado más elevado de temor es aquel que suscita el conocimiento o aprendizaje: «De todos Sus siervos, solamente aquellos que poseen el verdadero conocimiento tienen temor reverencial a Dios» (35: 28). El grado más elevado del temor está relacionado con el sobrecogimiento y surge del conocimiento que la persona tiene de Dios: «Y Dios os advierte que tengáis cuidado con Él Mismo» (3: 28).
Algunos sufíes dividen el temor en dos categorías: sobrecogimiento y veneración. Aunque estos dos términos tienen un significado muy cercano, el sobrecogimiento implica ese sentimiento que hace que el iniciado remonte el vuelo hacia Dios, mientras la veneración hace que se refugie en Él. El iniciado que siente un sobrecogimiento constante piensa siempre en la forma de escapar; el que busca protección se esfuerza en refugiarse en Dios. Los que eligen la huida dificultan su avance en el camino, porque siguen una vida ascética y sufren los dolores de la separación del Todopoderoso. No obstante, los que se aferran a Él con veneración beben el agua dulce y vivificante de la cercanía, un agua que surge del buscar refugio en Dios.
La perfecta adoración es una característica de todos los Profetas, la paz sea con ellos. Cuando tenían ese estado, los Profetas llegaban al borde de la muerte, como si hubiesen oído la trompeta de Israfil y hubiesen sido llevados ante la Majestad y Grandeza de la Verdad Absoluta. Eran plenamente conscientes del significado de: «Y cuando Dios manifestó Su gloriosa Majestad en la montaña, hizo que ésta se desmoronará hasta ser polvo y Moisés cayó desvanecido» (7: 143). De entre todos los que fueron llevados a la Presencia de Dios, el más cercano a Él y el maestro de la adoración, la paz y las bendiciones sean con él, dijo:
Yo veo lo que vosotros no podéis ver y oigo lo que no podéis oír. Si tan sólo supierais lo que hace rechinar y quejarse a los cielos… Y la verdad es que deben hacerlo, puesto que en los cielos no hay un espacio similar a la anchura de cuatro dedos donde los ángeles no dejen de prosternarse. Juro por Dios que si supierais lo que yo sé, (en lo que respecta a la Inmensidad de Dios), reiríais poco y lloraríais mucho. Evitaríais acostaros con vuestras esposas e invocaríais a Dios en campos y montañas.[3]
Con estas palabras, el Profeta muestra una veneración que le hace buscar amparo en Dios, y describe el sobrecogimiento de otros a los que les hace huir. Abu Zarr expresa esta actitud de huida cuando añade a esta tradición profética: «Hubiese querido ser un árbol que se arrancase con sus raíces y luego cortado en pedazos».[4]
El que tiene el alma llena de veneración y sobrecogimiento ante Dios, siempre se abstiene de cometer pecado alguno, por mucho que aparente no tener miedo. Suhayb ar-Rumi era uno de los que estaban anonadados con el pavor a Dios. El Mensajero de Dios, la paz y las bendiciones sean con él, lo alabó cuando dijo: «¡Qué siervo más excelente es Suhayb! Aunque no temiese a Dios, él no cometería transgresión alguna».[5]
Hay veces en las que aquel que teme a Dios suspira y otras en las que llora, especialmente cuando está a solas, intentando así poner fin al dolor que le causa estar separado de Él, igual al castigo del fuego del Infierno, que es la mayor distancia que le separaría de Dios. Tal y como se dice en la siguiente Tradición profética: «El hombre que llora por temor a Dios, no entrará en el Fuego hasta que la leche que ha sido mamada vuelva de nuevo a los pechos».[6] La forma más eficaz de apagar los fuegos del Infierno es derramar lágrimas. Hay ocasiones en las que el creyente confunde lo que ha hecho con lo que no, y entonces, temiendo que lo hecho fuera por su propio antojo o por la tentación de su «yo carnal», o que lo no hecho estuviese provocado por Satán, siente una pena enorme y busca refugio en Dios. La descripción de este tipo de personas se encuentra en la siguiente Tradición:
Cuando fue revelado el versículo: «Quienes hacen lo que hacen, y dan lo que dan, en caridad y por la causa de Dios, con sus corazones temblando al pensar que seguramente se tornarán a su Señor» (23: 60), ‘A’isha, la esposa del Profeta, la paz y las bendiciones sean con él, le preguntó: «¿Los que sienten temor en su corazón son los que cometen pecados tan grandes como la fornicación, el robo y beber alcohol?». El Profeta, la gloria de la humanidad, contestó: «No, ‘A’isha. Los que son mencionados en el versículo son aquellos que, a pesar de hacer las oraciones obligatorias, ayunar y ser caritativos, temen que sus actos de adoración no sean aceptados por Dios».[7]
Abu Sulayman Ad-Darani[8] dice que aunque el siervo debe estar siempre temeroso (de que Dios no esté complacido y que, en consecuencia, le castigue) y también esperanzado (de que Dios esté complacido), lo mejor es que el corazón lata con temor y veneración.[9] Coincidiendo con esta opinión, Sheij Ghalib[10] expresa su sentimiento de temor: «¡Abre los ojos de mi alma con un temor inmenso!».
¡Dios nuestro! Confírmanos con un espíritu procedente de Ti y guíanos a lo que Tú amas y Te complace. Y concede paz y bendiciones a Muhammad, aquél con el que Tú estás complacido.
[1] Al-Qushayri, Ar-Risala, 125.
[2] Mawlana Nuru’d-Din ‘Abdu’r-Rahman ibn Ahmad al-Yami‘ (1414–1492 d.C.), más conocido como Mulla Yami‘, está considerado como el último gran poeta clásico de Persia, además de santo. Su Salaman y Absal es una alegoría del amor profano y sagrado. Algunas de sus obras son Haft Awrang, Tuhfatu’l-Ahrar, Layla wa Maynun, Fatihat ash-Shabab, y Lawa’ih.
[3] At-Tirmizi, «Zuhd», 9; Ibn Maya, «Zuhd», 19.
[4] At-Tirmizi, «Zuhd», 9; Ibn Hanbal, Al-Musnad, 5:173.
[5] Fahr al-Din Razi, Mafatih al-Ghayb,2:74.
[6] At-Tirmizi, «Fada’ilu’l-Yihad», 8; An-Nasa’i, «Yihad», 8.
[7] At-Tirmizi, «Tafsiru Sura 23», 4; Ibn Maya, «Zuhd», 20.
[8] Abu Sulayman ad-Darani (m. 830). Un asceta conocido por su forma de llorar cuando practicaba los actos de adoración. Era muy honrado por los sufíes y se le llamaba «la albahaca dulce de los corazones» (rayhan-i dilha). Destacaba por sus severas austeridades. Cuando hablaba de la práctica de la devoción lo hacía en términos sutiles.
[9] Al-Qushayri, Ar-Risala, 128.
[10] Sheij Ghalib: (1758–1799): Vivió en Estambul y fue uno de los cinco grandes representantes de la literatura diván otomana. Fue educado en los clásicos islámicos y escribió un Diván (Colección de poesías de uno o de varios autores) cuando tenía 24 años. Se interesó por las obras de Rumi y formó parte de la orden sufí Mevlevi. Su fama se debe a su Maznawi: «Husn u Ashq» («Belleza y Amor»).
- Creado el