El Poder de la Literatura
En un sentido amplio, la literatura es una disciplina que estudia palabras elegantes, medidas y armoniosas, pronunciadas o escritas en verso o en prosa, en coherencia con las condiciones de la época y las reglas del lenguaje. La palabra árabe para literatura es adab, cuyas connotaciones más amplias están relacionadas con las buenas maneras, la gentileza, la elegancia, el refinamiento y la perfección. Se ha relacionado con frecuencia con el estilo de vida de una persona, con su conducta e integridad, y como un medio para que florezca en dicha persona la espiritualidad y la purificación del corazón. En este sentido, adab también se refiere a los libros de ética o los tratados de sufismo, razón por la que no puede limitarse a la disciplina de la literatura. No obstante, y partiendo de su etimología, es posible establecer una conexión entre ambos.
Partiendo de esta relación, me gustaría arrojar algo de luz sobre el significado de la literatura, tal y como la concibo. Debo, sin embargo, comenzar pidiendo a mis lectores que perdonen mis humildes afirmaciones sobre un tema que, en realidad, está más allá de mis capacidades, y que juzguen este ensayo no por su contenido, sino por las buenas intenciones con las que ha sido escrito. Debo confesar que la gente como yo, cuyos horizontes limitados ni siquiera nos permiten juzgar correctamente las cuestiones que nos competen, tenemos enormes dificultades para expresarnos con claridad sobre otros temas, incluso si nuestro juicio es el correcto. Y tengo la impresión de que esto es aplicable a todos los que abordan este tema. Sirva de ejemplo el caso del Imam Shafii, el cual, tras diversas correcciones suyas y de otros de su libro Kitab al-Umm, descubría cuestiones que todavía le preocupaban. Alzó entonces las manos hacia Dios y admitió que no había libro que no tuviese falta alguna, excepto las Revelaciones divinas.
Incluso el encantamiento producido por los textos más magníficos, las obras de arte más destacadas, las palabras más elocuentes y las creaciones más deslumbrantes que no están basadas en el lenguaje Divino ni están iluminadas con el resplandor de Su luz, tendrán siempre una belleza relativa. Y por mucho que tengan cierto valor, al ser un mero reflejo o un eco de las bellezas que Él posee, no podrán tener un valor individual en sí mismas.
A pesar de todo, esta realidad no debe descorazonarnos o inmovilizar nuestra decisión de trabajar. Tenemos que pensar, hablar, organizar e intentar realizar lo que hemos planeado. Pero al hacerlo, no podemos olvidar que podemos equivocarnos y caer con frecuencia en el error. Esto es natural. Sólo si los reconocemos podremos corregirlos, tratando de superar nuestras imperfecciones y de buscar la mejor alternativa.[1] Es posible que nuestras decisiones no sean siempre las más acertadas, pero siempre intentaremos cumplir con las exigencias de la sabiduría Divina, poniendo en práctica aquellas capacidades humanas relacionadas con el juicio y el entendimiento (iytihad).
Estas humildes observaciones deben considerarse desde esta óptica. En el artículo anterior sobre el lenguaje y el poder de la expresión he intentado explicar que el lenguaje ha nacido con la humanidad, se ha desarrollado con ella y es un rasgo fundamental del ser humano. El lenguaje ha llegado, con el paso de la historia, al nivel de madurez contemporáneo tras haber pasado por innumerables filtros y ser moldeado por los maestros de las palabras, hasta llegar a ser lo que ahora llamamos literatura. Según esta concepción, podría afirmarse que la literatura actual tiene una brillantez superior a la del pasado, del mismo modo que puede decirse que su futuro será mejor que el presente, o al menos debería serlo. Tal y como explica Said Nursi, llegará el momento en el que los seres humanos se orientarán por completo hacia el conocimiento (‘ilm) y obtendrán su poder de éste. Como resultado, la última palabra estará en manos del conocimiento. Sólo entonces el dominio del lenguaje y la elocuencia alcanzará su punto culminante, sobrepasando a los demás valores. Es posible que en ese periodo, y para que los demás acepten sus ideas, la gente utilice el lenguaje como un arma, intente penetrar en los corazones gracias a la facilidad con que lo domina y conquiste las almas con el encanto de la literatura.
La realidad del conocimiento y el lenguaje se manifestó en Adán de forma concisa y llegó a su forma más brillante con el Último Profeta, produciendo su esperado fruto y su culminación con el Corán. Y si el mundo todavía va a durar, en los años venideros, mientras el conocimiento alcanza su cenit, el lenguaje llegará en casi todos los círculos a ser el intérprete del conocimiento, y se lo verá proclamando la verdad en boca del orador más poderoso y del discurso más enriquecedor.
El poder de la expresión, que siempre se alimenta y se desarrolla en el regazo de la necesidad, florecerá en este entorno una última vez y hará que su voz se oiga de la forma más poderosa. Si se prefiere, se podría decir también que será como volver a vivir la Era del Corán en un nivel más maduro, una Era en la que el amor por la verdad y el conocimiento, el empeño por comprender y la pasión por enseñar, los valores humanos y su estima, vivirán unos junto a otros. Y aunque sólo sea de pasada, me gustaría subrayar una cosa: los arquitectos del pensamiento y los maestros del lenguaje del futuro deberían hacer todo lo posible para proteger y honrar el poder de la expresión, puesto que ha caído en las manos incapaces de gente como nosotros. Tendrán que desatar sus lenguas para poder expresar el mundo de nuestros pensamientos. En cualquier otro caso, es obvio que seguiremos oyendo el graznar de los cuervos en los lugares donde esperábamos oír el canto de los ruiseñores; y no podremos evitar las molestias de las espinas en el camino hacia las rosas.
El poder de la expresión verbal y el refinamiento de la elocuencia se han desarrollado, descubierto su consistencia y llegado a la madurez en el terreno de la literatura y bajo la tutela del pensamiento literario. No obstante, es de suma importancia que comprendamos —o al menos se supone que deberíamos hacerlo— a qué nos referimos al hablar de literatura o de pensamiento literario.
Los seres humanos han expresado sus emociones, sus pensamientos y las inspiraciones de su corazón a través del cine, el teatro y la pintura, junto con la literatura oral o escrita. Cuando el tema en cuestión transciende el lenguaje hablado o escrito, los gestos naturales, la expresión facial, los sonidos y otros medios sustituyen a las palabras y las frases. Pero incluso en estos casos, jamás han podido reemplazar por completo a la expresión verbal o a la escritura. La forma más segura que tiene un pueblo para preservar su literatura y hacer que florezca en su propio entorno y en un terreno fértil es ponerla por escrito. Esto la convierte en una fuente común a la que pueden referirse los individuos en cualquier momento. La hace accesible y prepara el camino para que se convierta en el estilo nacional de una sociedad, en la propiedad compartida de la nación. Y así se convierte en una sala de exposiciones para las generaciones futuras, en una feria de muestras de la excelencia verbal y en un custodio de la conciencia colectiva, protegida por la memoria nacional y perpetuando sus propios orígenes.
En este sentido, siempre hemos buscado la literatura en el mundo mágico de las palabras habladas o escritas, encontrándonos con él en las páginas de libros y revistas. Sea cual fuese el estilo adoptado —bien sea el caso de la obra emprendida con una preocupación artística o el de la expresada en un estilo sencillo, ya sea ante una audiencia reducida y selecta o ante una multitud— cuando se habla de literatura lo primero que nos viene a la cabeza es la palabra escrita.
No importa demasiado que el tema de una obra literaria sea la religión, una idea determinada, la filosofía o una doctrina. La literatura es una de las formas más importantes que tienen los humanos para transferir a otras generaciones los conocimientos acumulados a lo largo de la historia. Gracias a ella, es posible sentir en el presente las profundidades y las riquezas del ayer. Podemos ver el pasado y el presente como dos dimensiones de una sola realidad y degustar el futuro con su relativa profundidad.
Los creyentes deben, en primer lugar, ser fieles a su herencia y mencionarla con frecuencia, en la medida en que defiendan valores humanos universales. Deben enfatizar la esencia de su conciencia común y considerarla como un componente esencial. Deben utilizar este legado como el bastidor de un bordado en el que representar sus sentimientos literarios y su entendimiento del arte, sin por ello destruir el espíritu de su propia literatura ni ceñirse únicamente a préstamos foráneos. El utilizar sus propias fuentes y tejer sus valores culturales en un telar propio, no será un obstáculo para su progreso y les permitirá caminar hacia la universalidad, como portadores de las interpretaciones de su propia época.
Los creyentes deben colocar en el centro de sus vidas las fuentes principales de la creencia, el legado cultural y la memoria de los valores universales. De esta manera, y una vez protegidos de la desviación, los creyentes tienen que esforzarse en establecer conexiones con el mundo exterior. El permanecer indiferente ante los valores de los demás coarta lo que es amplio y universal, es un impedimento a la hora de crecer, causa dolor a los vivos y hace que, de ser envidiado, se pase a envidiar a los demás. El estado de los países del Tercer Mundo ofrece muchos ejemplos de este tipo.
Estos países sufren períodos de estancamiento en su literatura, provocados a veces por los trámites aduaneros, en otras ocasiones por la influencia de las opiniones locales y en otras por temor a la despersonalización, un miedo que hasta cierto punto puede ser exagerado. El acercamiento sin restricciones a la literatura dejó de darse por una serie de reacciones excesivas. Se secaron algunas fuentes muy importantes de la inspiración, y los esfuerzos por enriquecer la literatura fueron considerados como una ilusión y, en consecuencia, abandonados. Por otra parte, hubo ocasiones en que el ámbito de la literatura se constriñó aún más, al favorecer un dialecto en detrimento de otras variedades de la lengua. Al prohibir que se arase el campo de la literatura, las ramas que tenían potencial para desarrollarse fueron cortadas y las raíces arrancadas. Y así fue como, en esos países, se impidió el desarrollo de un lenguaje que hubiese representado al mayor espectro de la sociedad, y se favoreció la supremacía de un dialecto marginal sobre los demás. El resultado fue que su literatura se vio reducida a ser la voz de una pequeña minoría, en vez de convertirse en un representante respetable de la literatura mundial. Esto puede definirse también como «rendirse al olvido».
La verdad es que lo que permanece dormido deja de crecer y lo que no se expone al desarrollo acaba por marchitarse. Lo estático termina por caerse. Y lo que no produce fruto, muere. Y esto no se limita únicamente a la literatura; es cierto para la mayoría de las cuestiones, desde la religión al pensamiento, desde el arte a la filosofía.
Y sin embargo, la literatura no significa jugar con las palabras de forma habilidosa, para producir frases que gusten a la gente. Significa hacer del arte de la expresión algo encantador utilizando las dimensiones de la elocuencia y de la claridad. Es el agua y el aire del alimentar, adornar y enriquecer el lenguaje cotidiano con el material más duradero, más limpio, más puro y más primoroso. Y es un tesoro que se acrecienta con el uso.
Un escritor o una escritora de versos o de prosa que escribe sus pensamientos según consideraciones literarias dependen siempre de un propósito y estilo. Valiéndose de un rico vocabulario, de declaraciones armoniosas y de un estilo majestuoso, los escritores ponen en funcionamiento una serie de palabras, más largas o más cortas, cuyo objetivo es la calidad de la expresión. Al tiempo que avanzan hacia esta meta, los escritores colocan las palabras o frases que han elegido de modo que acaban sonando como notas al servicio de una melodía. Conforme estas notas y sonidos articulan el objetivo buscado, siguen tocando detrás del escenario y reflejan la forma de pensar del autor, sus obsesiones y talante.
En la poesía lírica compuesta por un maestro de la expresión, las palabras parecen estar llenas de entusiasmo. Las palabras, frases o versículos, que surgen del corazón de un literato enardecido con sentimientos épicos, resuenan en nuestros oídos como si fuesen el desfile de un ejército glorioso. Las palabras contenidas en un drama escrito magistralmente, resuenan en las profundidades de nuestra alma y parecen dar vida a la historia relatada. Un literato es capaz de pensar de forma diferente y de llegar a juicios también diferentes. Los escritores buscan siempre la más alta calidad y se esfuerzan por legar a las generaciones futuras una herencia que recibirán con alegría y con respeto.
El lenguaje cotidiano, lo mismo que el literario, tiene su propio tipo de belleza, facilidad, encanto y naturalidad, que invitan al deleite más puro. No obstante, el lenguaje literario es poético, musical y construye un agradable conjunto, en armonía con los significados que contiene. Es superior en el uso lingüístico, en su sabor y en su refinamiento, en el sentido de que muestra la coherencia que existe en el interior del texto como un todo, además de la cohesión entre las palabras y las frases. Dejando aparte la posibilidad de sentirlo y de saborearlo, para la gente que carece de aptitudes es muy difícil incluso llegar a comprenderlo.
A pesar de ello, no es correcto considerar el estilo literario como el lenguaje de una clase superior o de un grupo aristocrático. Más bien lo contrario, incluso si no pueden llegar a comprender los significados secundarios y las connotaciones que sugiere la obra, la gente de cualquier nivel debe comprenderlo y debe ser capaz de beneficiarse de esa fuente, por muy limitada que sea esa comprensión. De esta forma, y con el paso del tiempo, se verán elevados a un nivel superior en el que poder expresar sus emociones y pensamientos de manera más fácil, obteniendo así nuevas y mayores capacidades lingüísticas, gracias a la expansión de su conocimiento. Mientras tanto, podrán consolidar lo que ya conocen del lenguaje, enriquecerlo con contribuciones adecuadas, en la medida de sus posibilidades, y añadir nuevas profundidades a sus horizontes del pensamiento.
Sin que importe el nivel, el lenguaje que hablamos la mayoría de nosotros, y que se ha ido estableciendo sosegadamente en nuestra memoria a lo largo de las generaciones, es en gran medida el fruto de los esfuerzos concertados de poetas y escritores magistrales, que luego han sido adoptados por nosotros. Armados con la sensibilidad del orfebre, estos maestros del lenguaje nos han regalado las hermosas joyas de expresión y los collares de palabras que habían confeccionado. Gracias a su legado, nos expresamos con estos medios enriquecidos de la mejor manera. Y a pesar de que no todos comprenden las magníficas obras que han producido y la profundidad estética que contiene el espíritu de estas obras, las hemos apreciado y estamos ávidos de tener más. Para tener este nivel de apreciación, no es necesario conocer la ansiedad artística del escritor, su poder para construir, el esfuerzo de su mente, su éxito a la hora de planificar la obra, ni su verdadero valor, en la misma medida en que el orfebre cualificado conoce las piedras preciosas.
La gente siempre ha tenido una alta estima por los grandes escritores (con ciertas excepciones, por supuesto). Se han aplaudido sus esfuerzos, valorado su trabajo, y muchas veces se ha expresado este aprecio tratando de imitarlos. Lo que corresponde entonces a los escritores es que pongan sus habilidades lingüísticas y su talento artístico al servicio de lo correcto, de lo bueno y de lo hermoso, en vez de dañar el alma de las masas —que pueden ser vistas como sus aprendices— describiendo lo corrupto, o contaminando los pensamientos puros de la gente con imágenes sucias, condenándola a la esclavitud del materialismo con descripciones de los deseos carnales. Según Bediüzzaman Said Nursi, la gente de letras debe tener una moral elevada y actuar según los códigos de conducta universales especificados en las Divinas Escrituras. También nos recuerda el origen divino del «poder de la expresión», y nos conmina a respetar debidamente esta capacidad, considerada una de las cotas más profundas de nuestra humanidad.
Los estilos literarios son diferentes a los demás. Sirvan de ejemplo los escritos o disertaciones científicas, en los que es fundamental contar con un patrón de razonamiento convincente, un pensamiento sistemático, declaraciones bien fundamentadas, y donde no se pueden dejar en blanco fisuras mentales, lógicas o emocionales. El estilo de esta oratoria enfatiza las pruebas y las demostraciones, mantiene el interés y el entusiasmo, incurre en repeticiones ocasionales, respalda la narración con paráfrasis cuando se considera necesario, utiliza expresiones llenas de colorido y revivifica el discurso con artificios inspiradores sin por ello desviarse del eje principal. Por otro lado, el estilo literario requiere una variedad de artes lingüísticas, como son la vivacidad de expresión, la precisión del lenguaje, la belleza de la presentación, la riqueza de la imaginación, el uso de metáforas, parábolas, modismos, formas de expresión y alusiones, siempre y cuando no sea en demasía. El exceso —como ocurre en cualquier otro ámbito— deslucirá la naturalidad del lenguaje y enturbiará el manantial celestial de la expresión, y hará que la gente de buen gusto lo considere como algo raro y extraño. Tal y como manifestaba Said Nursi, la fraseología debe ser tan florida como lo permita la naturaleza del significado. La forma debe seguir al contenido, y mientras está siendo diseñado, el permiso para tales licencias retóricas debe ser tomado del significado, para así evitar excesos. Deben respetarse la brillantez y el esplendor del estilo, pero no a costa de olvidar el objetivo y el significado. Debe dejarse un espacio para que la imaginación se mueva, pero no a costa de la Verdad.
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